Domingo XXVII del Tiempo Ordinario. Ciclo A. «La viña del Señor de los Ejércitos es la casa de Israel»

El canto del Señor Yahvé a su viña, el pueblo de Israel, abre la Palabra litúrgica de este domingo. Es admirable que una misma imagen pueda servir durante tantos siglos como símbolo del pueblo de Dios. La voz de tantos profetas y predicadores, hasta llegar a Cristo mismo, no ha agotado sino enriquecido la imagen de la viña.

La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, así como la página del evangelio según san Mateo, han propuesto a nuestra asamblea litúrgica una sugestiva imagen alegórica de la Sagrada Escritura: la imagen de la viña, de la que ya hemos oído hablar los domingos precedentes.

Este canto de la viña, compuesto por Isaías al principio de su ministerio y recitado, probablemente, con ocasión de la fiesta de la vendimia, es una de las piezas líricas más hermosas de toda la Biblia.

Las parábolas que Mateos sitúa al final de la vida de Cristo apuntan claramente a la incredulidad del pueblo de Israel: hace dos domingos, los llegados a la viña a última hora (los paganos) eran equiparados a los primeros (los israelitas); el domingo pasado, el hijo que no quiso ir al trabajo, pero que luego recapacitó y fue, es alabado por encima del hijo «bueno» que al final no fue a trabajar. Hoy es la parábola de los viñadores infieles.

El poema de Isaías lleno de belleza y de ternura, junto con el salmo responsorial, tiene una intención muy clara para el Israel de su tiempo; para el Israel del tiempo de Xto; para el nuevo Israel, la Iglesia, si cae en la misma tentación de esterilidad y traición. A veces esta decepción por parte de Dios, con respecto a Israel (y la Iglesia) está expresada en la Biblia bajo el símil del esposo y la esposa.

La imagen de la viña, junto con la de las bodas, describe el proyecto divino de la salvación y se presenta como una conmovedora alegoría de la alianza de Dios con su pueblo. En el evangelio, Jesús retoma el cántico de Isaías, pero lo adapta a sus oyentes y a la nueva hora de la historia de la salvación. Más que en la viña pone el acento en los viñadores, a quienes los «servidores» del propietario piden, en su nombre, el fruto del arrendamiento. Pero los servidores son maltratados e incluso asesinados. 

La enseñanza de este domingo tiene su importancia para la Iglesia de hoy. La falta que se reprocha a los primeros viñadores, al primer pueblo de Dios, es sobre todo la de no haber producido frutos; no ha escuchado a los profetas y se ha mostrado infiel. Si ahora se ha arrendado la viña a un nuevo pueblo, este último -la Iglesia, la comunidad que san Mateo quiere catequizar- no debe olvidar tampoco ella el producir ese fruto a su tiempo.

La «viña» de la parábola es el reino, cuyo propietario es Dios. Los «labradores» son aquellos que se creen amos de la parcela. Los «criados» o sirvientes son los profetas, militantes y testigos cristianos. El «hijo» es Cristo. El «castigo» es la repulsa de lo demoníaco de este mundo. El otro «pueblo» es la Iglesia del Tercer Mundo y el pueblo de los pobres.

El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras que la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que él nos da para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que «Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores» (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre a menudo se orienta a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer

la Viña no es de los viñadores. La experiencia fundamental de la vida humana se encuentra en que nos es «dada». Nadie es dueño de la vida, porque ninguno es autor de la vida. La vida es un don y, con ella, el cosmos en el cual estamos nos es dado. El don más grande que el «dueño de la viña» podía hacer a los «viñadores», para reconducirlos al deber de «dar fruto», era enviar «a su propio Hijo».

Lagar das Varas

La condición para poder continuar «trabajando en la viña», para ser partícipes de la obra del Reino, es dar fruto. Si como cristianos no damos fruto y no reconocemos humildemente que cada fruto deriva de la gracia de Dios, con la que cooperamos libremente, nos autoexcluimos de la viña. 

P. Jorge Nelson Mariñez Tapia. 

Fuentes: Aldazábal/Adrien Nocent/Casiano Floristan/Liturgia ±/Benedicto XVI/Congregación para Clero/Biblioteca Catòlica Digital (Mercaba)


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